Antonio Pozo Indiano
El primer Emperador ambicionó el poder
con desmesura y violencia, pero una vez lo consiguió se mostró clemente y se
preocupó porque todo funcionara correctamente, desde el suministro de agua al
sistema de carreteras
César
Augusto, llamado Octavio en su juventud, acaparó un sin fin de
reconocimientos y cargos como recompensa por su defensa de la república, lo que
terminó por ser una contradicción en sí misma cuando se convirtió en el fundador del Imperio romano y, en
consecuencia, en el verdugo del periodo republicano. Más allá de su imagen de
patriarca atento y sabio, propio de su madurez, se ocultó así un hombre capaz
de matar a sus enemigos en masa, robar la esposa a otro hombre o incumplir las
leyes que decía representar en su beneficio. Augusto fue, como todos, un manojo
de contradicciones.
Cuando
en el año 44 a.C. Julio César fue asesinado
por un grupo de senadores, Cayo Octavio era un adolescente completamente
desconocido, un sobrino más del dictador, adoptado recientemente por este.
Nadie pensó que aquel imberbe fuera en serio en su pretensión de continuar con
el legado de su padre político. Cayo Julio César Octavio, sin embargo,
consiguió en poco tiempo alzarse como uno de los tres hombres más poderosos de
la República –formando inicialmente el Segundo Triunvirato con Marco Antonio y Lépido– y más tarde logró
gobernar en solitario como Princeps («primer ciudadano» de Roma), para lo cual
adquirió la consideración de hijo de un dios.
Como Adrian Goldsworthy narra en su
libro «Augusto: de revolucionario a emperador» (Esfera,
2015), Octavio –«un niño que le debía todo a un nombre», como le definían sus
enemigos– no era conocido a la muerte de Julio César ni siquiera entre los
partidarios del dictador fallecido, quienes veían en Marco Antonio al verdadero
hombre a seguir. Tras levantar un ejército privado (lo que infringía la ley y
la costumbre) y ponerse al servicio de los propios conspiradores que mataron a
su tío, Octavio se enfrentó inicialmente a Marco Antonio y Lépido, dos generales
hostiles al Senado a consecuencia de la muerte del dictador.
La purga de los asesinos de Julio César
Los
tres continuadores de Julio César acabaron uniendo sus fuerzas, en el conocido
como Segundo Triunvirato, contra los Libertadores, el grupo de
senadores que habían perpetrado el magnicidio. En cuantoel Triunvirato recuperó Roma,
corrieron ríos de sangre entre la élite política hostil. Se desempolvaron las
proscripciones de Sila, de modo que se colgaron en el Foro dos tableros con una
lista de los senadores y otra de los no senadores que podían, y debían, ser
asesinados sin que hubiera consecuencias legales.
Los
verdugos debían entregar las cabezas de los asesinados a cambio de una
recompensa, que se restaba de parte de sus propiedades. El resto del cadáver
debía quedar donde hubiera muerto o ser arrojado al río Tíber junto con la
basura. Si algún amigo o familiar trataba de auxiliar a los proscritos, pasaba
a engrosar otra línea de la lista.
La
lista inicial de víctimas alcanzó varios centenares de nombres y el total
ascendió a más de dos mil en cuestión de pocos meses. Se trataban, obviamente,
de asesinatos ilegales, puesto que la legitimidad de este Triunvirato no
emanaba del Estado, sino de los ejércitos privados que servían a su
mando. La lex Titia fue creada apresuradamente y sin las
necesarias garantías. La excusa de esta purga era vengar a Julio César, que
había pagado con su vida haber perdonado a sus enemigos, pero Octavio, Antonio y Lépidocebaron la lista con
sus rivales personales. César apuntó el nombre de su antiguo tutor, Toranio, al
que acusaba de haberle estafado parte de su hacienda. Antonio permitió que su
tío materno Lucio Julio Césarfuera incluido, mientras Lépido entregó a su
propio hermano, Emilio Paulo, al que, sin embargo, luego protegió. Las
proscripciones permitieron a muchos esclavos ganarse la libertad traicionando a
sus amos.
El
senador purgado más famoso fue Cicerón, especialmente
crítico con Marco Antonio. Tras ser asesinados su hermano Quinto y un sobrino,
Cicerón fue acorralado y ejecutado en el año 43 a.C. Su mano derecha y su
cabeza fueron clavados en la Rostra, no sin que antes, según las malas lenguas,
Antonio riera con salvaje deleite frente a sus trofeos.
César
lamentó el destino de Cicerón e incluso se mostró remiso inicialmente a que se
descontrolara la represión. Sin embargo, Suetonio afirma que esa reluctancia de
César se transformó con rapidez en entusiasmo por buscar nuevas víctimas, lo
que en un joven político resulta aún más chocante que en el caso de personajes
como Lépido o Marco Antonio con una larga carrera tras de sí. Este mismo autor,
describe a César como alguien frío y calculador, que contestaba a las
peticiones de misericordia con un lacónico y razonado: «Debe morir» o «Debes morir» (moriendum
esse, en latín).
Muchos
otros de la lista estaban allí, más que por motivos personales o políticos,
porque el Triunvirato necesitaban incautarse de propiedades y fondos para
pagar las 40 legiones con
la que controlaba Roma y esperaba aplastar a sus enemigos. Bastaba en este
caso con que los represaliados huyeran y dejaran sus bienes en Roma. Tanto
César como Antonio fueron acusados de asesinar a gente solo para ponerle las
manos encima a excelentes colecciones de vasos de bronce corintios.
A nivel económico, sin embargo, la
incautación obtuvo escasos réditos, pues en las subastas posteriores los pocos
ricos que quedaban en Roma no estaban dispuestos a alardear de sus fortunas.
Corrían el riesgo de acabar en la lista... Sin los resultados esperador, el
trío calavera aprobó una subida de impuestos en base a las propiedades que cada
ciudadano tuviera, con el objeto de financiar sus ejércitos.
«Octavio no se comportó como cabía
esperar de un joven aristócrata romano al frente de una batalla»
Las
tropas del Triunvirato acorralaron a los Libertadores y sus legiones en Grecia
y emprendieron en el año 42 a.C. la definitiva campaña militar en estas
tierras. Los hechos ocurridos en la batalla de Filipos, entre los cabecillas
del bando de los Libertadores –Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino– y el Triunvirato,
dio lugar durante el resto de la vida de Octavio a comentarios malintencionados
sobre el escaso valor del joven patricio. Como apunta Goldsworthy, «Octavio no se comportó como cabía
esperar de un joven aristócrata romano al frente de una batalla». De hecho, no
apareció por ningún lado. Lo que hoy podríamos llamar la versión oficial
aseguró que seguía enfermo y prefirió dirigir la batalla desde la retaguardia
trasladándose en litera de un lado a otro, aunque la realidad es que cuando las
tropas de los Libertadores consiguieron derribar el frente que
debía dirigir Octavio e internarse en el campamento enemigo no encontraron por
ningún lado al joven.
En este sentido, la versión más probable es
que ni siquiera se encontrara en el campo de batalla, sino escondido en una
zona de marismas cercana recuperándose de su enfermedad en un periodo que se
prolongó hasta tres días. La mala salud de Octavio fue algo recurrente a lo
largo de su vida.
El nacimiento de un imperio
Tras
repartirse el mundo entre los tres triunviratos, Octavio fue consolidando su
poder desde Occidente, mientras Marco Antonio desde Oriente caía en los brazos de Cleopatra y fraguaba su
propia destrucción política. Lépido, por su parte, se limitó a echarse a un
lado. En el año 31 a.C, Octavio se vio libre de rivales políticos tras derrotar
y forzar la muerte de Marco Antonio, al que primero
había desacreditado con una agresiva campaña propagandística. Augusto convenció
a Cleopatra para que se suicidara y eliminó de la ecuación a Cesarión, supuestamente el
hijo que la egipcia tuvo con Julio César, pero en general permitió a muchos de
los seguidores romanos de Marco Antonio regresar a Roma sin castigo. Mostró
clemencia como prueba de un nuevo tiempo.
Tras su Triunfo en
Egipto, el joven inició el proceso para transformar de forma sigilosa la
República en el sistema que hoy llamamos Imperio. Lo hizo, sobre todo,
valiéndose del agotamiento generalizado entre una aristocracia desangrada
por tantas guerras civiles sucesivas. Augusto dejó de asesinar a otros
romanos tras la batalla de Accio, a excepción de episodios aislados de
supuestas conspiraciones contra él, e incluso entonces no aplicó grandes
purgas. La edad, o tal vez el pragmatismo, le hicieron más comedido.
A partir del año 30
a.C, monopolizó de forma efectiva el control de las fuerzas militares, lo que
técnicamente le convirtió en un dictador militar. Sin embargo, se cuidó siempre
de usar otros nombres y de ganarse el apoyo social como líder político y
religioso. Octavio pasó a titularse con el paso de los años Augusto (traducido
en algo aproximado a consagrado), que sin llevar aparejada ninguna magistratura
concreta se refería al carácter sagrado del hijo del
divino César, adquiriendo ambos una consideración que iba más allá
de lo mortal.
Sin nombrarse en
ningún momento Emperador (Imperator era un título dado a un general
victorioso), Augusto creó un sistema que cambió profundamente la historia de
Europa a través de un programa de obras públicas, plasmado en su mítica de
frase de «encontré una ciudad de ladrillo y dejé una de mármol». El
princeps estabilizó la política local, financió el arte y la literatura y
estableció una estrategia defensiva en las fronteras del imperio que
permitieron casi dos siglos de calma.
Sin inmutarse, Augusto ordenó a sus hombres que rompieran una a una el
resto de copas hasta que su anfitrión y amigo liberera al esclavo
La llamada paz augusta se cimentó sobre los cadáveres de unos cientos de senadores y
aristócratas, cuya ejecución marcó el fin de la República Romana.
Augusto, un hombre razonable y justo pero implacable, se presentó con los años
como un padre de Roma comprensivo y paciente, tan poderoso que toreaba las
críticas con humor. No en vano, esta dulzura escondía el hecho de que se había
convertido en un dictador perpetuo, principal comandante de Roma y el más
acaudalado. Un hombre divino en cuyos planes no entraba ceder el poder en
ningún momento.
Cuentan sobre lo
poderoso que llegó a ser que uno de sus patrocinadores de juventud le invitó a
una cena donde un esclavo de su propiedad rompió una copa sin querer, a lo que
el patricio amenazó con lanzarle a un estanque repleto de lampreas
carnívoras. Sin inmutarse, Augusto ordenó a sus hombres que rompieran una a
una el resto de copas hasta que su anfitrión y amigo liberera al esclavo. Así
lo hizo sin rechistar, y a su muerte legó todas sus villas al princeps, quien
le recordó su autoridad demoliéndolas todas sus propiedades para que nadie
recordara a alguien así.
El Emperador
trasladó su inapelable poder a su entorno familiar, empezando porque se casó
con su esposa, Livia Drusila, tras obligarla a divorciarse de su
marido, del que estaba embarazada. No dudó tampoco en ordenar el destierro de
su propia hija y de otros familiares con tal de salvar su autoridad. Augusto
ordenaba, y Roma obedecía. La cacareada paz costó litros y litros de sangre
propia y ajena.
El lado más oscuro del Emperador César Augusto:
la matanza que liquidó a la República Romana
Crestomatía : Conde
Yndiano de Ballabriga
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